Benito Espinosa y animalismo

“Leyes como la que la que prohibiera matar a los animales estarían fundadas más en una vana superstición, y en una mujeril misericordia, que en la sana razón. Pues la regla según la cual hemos de buscar nuestra utilidad nos enseña, sin duda, la necesidad de unirnos a los hombres, pero no a las bestias o a las cosas cuya naturaleza es distinta de la humana. Sobre ellas, tenemos el mismo derecho que ellas tienen sobre nosotros, o mejor aún, puesto que el derecho de cada cual se define por su virtud, o sea, por su poder [potentia], resulta que los hombres tienen mucho mayor derecho sobre los animales que estos sobre los hombres. Y no es que niegue que los animales sientan, lo que niego es que esa consideración nos impida mirar por nuestra utilidad, usar de ellos como nos apetezca y tratarlos según más nos convenga, supuesto que no concuerdan con nosotros en naturaleza, y que sus afectos son por naturaleza distintos de los humanos.” (Baruch Spinoza,Ética”, IV, p. 37, Sch. I)

Traemos a colación las contribuciones del filósofo político canadiense Will Kymlicka, quien, en su trabajo firmado de consuno con Sue Donalson, “Zoopolis. A Political Theory of Animal Rights” (Oxford University Press, Oxford 2011), en el que proponen una extensión de la teoría de los “derechos de los animales” por vía de la “teoría de la ciudadanía”.

En dicho libro sostienen que, mientras que los animales domésticos deberían recibir la consideración de “ciudadanos” de pleno derecho de nuestras sociedades políticas, la fauna salvaje conformará por su parte Estados soberanos propios en sus diferentes biotopos, reconocidos en tal condición soberana por terceras soberanías políticas, y ello según los principios del propio “derecho internacional” que se interpretaría en un sentido armonista muy próximo al del formalismo jurídico.

En cuanto a los animales “liminales” que viven en nuestras ciudades sin quedar domesticados (es decir, palomas, gaviotas, coyotes o ratas, pero también, suponemos, cucarachas, arañas, moscas, etc.) tendrán que recibir una consideración especial, no sin duda a título de “ciudadanos” (pues es muy dudoso que tales animales puedan siquiera estar interesados en recibir tal calificación) pero tampoco como miembros de cualesquiera comunidad soberana exterior respecto de una tal ciudadanía, sino bajo un estatuto análogo al de los “denizens” de nuestros días (los amish de Pensilvania por poner un ejemplo, o también muchas minorías étnico-culturales de inmigrantes).

La fórmula de la felicidad

Pincha en la imagen y comprobarás una vez más que un matemático, un médico, un ingeniero, un abogado, un analista de mercados o un administrador de fincas pueden ser las personas más brillantes en su campo, y al mismo tiempo, pueden defender las irracionalidades más delirantes cuando sus actividades o sus cogitaciones desbordan su área de especialización y dan el salto a otras zonas más borrosas de la realidad.

Ahora llegan unos matemáticos y se proponen encontrar una fórmula matemática para determinar el grado de felicidad de una persona. Es decir, pretenden aplicar categorías matemáticas a una idea, oscura y confusa, pero eminentemente filosófica (de cuyo desarrollo son máximos exponentes Aristóteles, Santo Tomás de Aquino y Gustavo Bueno).

La felicidad es una idea contradictoria, que tiene múltiples acepciones y que ha ido variando a lo largo de la historia, incluso convirtiéndose en contenido de constituciones políticas, pero cuyo avatar actual es la felicidad canalla del “carpe diem”, del “goza lo que puedas en cada momento”, el de la aspiración de la clase media a un ideal universal que anhela la vida del terrateniente romano, que tiene tierras, rebaños y esclavos. “La felicidad -como decía Goethe- es de plebeyos”. Y de vacas que rumian la yerba.

Y como decía aquél, cualquiera que no sea idiota (en el sentido etimológico griego más genuino) sabe perfectamente que en este mundo hay demasiadas cosas que hacer como para perder el tiempo preguntándonos si somos o no somos felices.

El filósofo Ortega y Gasset ya nos previno de la barbarie del especialista:

“He aquí un precioso ejemplar de ese extraño hombre nuevo que he intentado, por una y otra de sus vertientes y haces, definir. He dicho que era una configuración humana sin par en toda la historia. El especialista nos sirve para concretar enérgicamente la especie y hacernos ver todo el radicalismo de su novedad. Porque antes los hombres podían dividirse, sencillamente, en sabios e ignorantes, en más o menos sabios o en más o menos ignorantes. Pero el especialista no puede ser subsumido bajo ninguna de esas categorías. No es un sabio, porque ignora formalmente cuanto no entra en su especialidad; pero tampoco es un ignorante porque es un “hombre de ciencia” y conoce muy bien su porciúncula del Universo. Habremos de decir que es un sabio-ignorante, cosa sobremanera grave, pues significa que es un señor que se comportará en todas las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio ” (La Rebelión de las Masas).

Hoy podríamos traducirlo como fundamentalismo científico o cientifismo:

Este filósofo protagonizó también una polémica con Einstein, científico convertido hoy en modelo de sabiduría absoluta para los más diferentes profesionales del mundo actual, jóvenes y viejos por igual; y nadie discute que era un genio de la astrofísica, pero cuando daba el salto a otras materias, hacía el ridículo más espantoso, como hubo de recordarle Ortega y Gasset en tiempos de la Guerra Civil Española.

En este mismo sentido hablaba George Steiner en una entrevista que le hicieron:

“En la universidad en la que trabajaba solía venir a cenar Henry Moore, el escultor británico. Cuando abría la boca para hablar de política o de otros temas, decía estupideces. Pero cuando hablaban sus manos, te dabas cuenta de que era un gran creador.”

La idea es clara:  ser un gran artista (o, en su caso, un científico de prestigio) en componer canciones, pintar cuadros, hacer películas o cualquier otra actividad artística no proporciona ningún tipo de lucidez especial respecto a la política. No digamos ya si entran en juego consideraciones económicas. Y afirmamos esto sin perjuicio de que cualquiera pueda opinar sobre cualquier materia, pero sabedores de que son sólo eso, opiniones, es decir, un no saber o un saber a medias, en el sentido platónico, muy lejos de la episteme o ciencia.