Y girando… vamos, que no se detiene.
En este último tiempo las noticias relacionadas con mis intereses no han dejado de sucederse. Después de unos cuantos días, al fin consigo un hueco entre mis ocupaciones y me acerco a la prensa. La noticia que centra mi atención es la de la publicación -después de tanto y tanto debate- de la nueva ortografía. Los cambios han sido encajados, considero yo, con bastantes reticencias y cierto ha sido que ha suscitado las opiniones más diversas por entre los lugares más distintos: desde las aulas, los informativos, tertulias radiofónicas o televisivas, hasta conversaciones informales de cafetería, pasando por artículos de prensa de lo más variopintos. Hoy, finalmente, ven la luz estos cambios, negro sobre blanco y a todos nos toca acatarlas y ponerlas en práctica.
Sobre estos cambios tengo mi modesta opinión que expondré de forma bien sencilla, maximalista si se quiere. En primer lugar, las lenguas son un ente vivo y cambiante, de esto no cabe ninguna duda. No es la Real Academia de la Lengua quien realiza estas transformaciones, somos los hablantes, en este caso los hispanohablantes -tan distintos, tan dispersos, tan numerosos- los que las llevamos a cabo. La Academia lo que hace es fijarlas. Puede sonar a tópico extraído del “limpia, fija y da esplendor”, pero es que tal y como yo lo veo esto es sencillamente literal. En nuestra corta vida los cambios de los que somos testigos -actantes, en nuestra pequeñísima parte- son nimios, sobre todo si atendemos a la muy larga historia de nuestra lengua. Basta con echar un vistazo a cómo se hacía uso de ella hace cien o doscientos años, y los cambios son muy evidentes. Por ello, lo que pienso es que estas novedades introducidas por la RAE son apenas intrascendentes: simplemente se atienden, se comprenden y se siguen. Punto.
Por otro lado, observo que en los últimos años la Academia Española se ha abierto al resto de academias de la lengua española. Este enriquecedor movimiento, materializado verbigracia en el Diccionario panhispánico de dudas, ha unido -¡al fin!- a las veintidós academias de la lengua española existentes, dándoles el valor que todas ellas tienen. Esta influencia también se ha apreciado en los cambios últimos de la nueva ortografía, algo que me parece de total justicia.
Cerrada esta sencilla reflexión sobre cuestiones lingüísticas, en los últimos días también ha habido un par de noticias que han parecido interesantes. Son, hilando con lo arriba escrito, referidas a dos miembros de la Real Academia Española de la Lengua. En primer lugar, Ana María Matute, quien de manera bien merecida ha recibido recientemente el Premio Cervantes 2010. Y en segundo lugar, Mario Vargas Llosa, quien hace unos días recibió, materialmente, el Premio Nobel de Literatura de este año. El discurso del hispano-peruano en Suecia, es -no podía ser de otra manera- digno de leerlo, o mejor aun escucharlo.
Si la institución goza para mí de merecido prestigio dentro de la lengua española, que tanto amo -la lengua, se entiende-, estos dos creadores, estos dos monstruos de la ficción, Ana Mª Matute y Vargas Llosa la hacen todavía más grande.
De acuerdo en que la Real Academia no es la que hace las transformaciones en la lengua, sino la que las fija, y de acuerdo también en que la RAE se ha abierto al resto de academias hispanohablantes. Pero no siempre las unificaciones son acertadas: precisamente porque la academia siempre debe ir por detrás del hablante no tiene sentido que pretendan hacer cambiar a toda una nación la forma en que tiene de llamar a las grafías simplemente por unificarlo con el resto de hispanohablantes. Yo, por mi parte, me niego a llamar “ye” y “doble uve” a la y griega y la uve doble.
Por cierto, un placer verte de nuevo activo por el blog, Rafa ;)
Silvia… ¡gracias por tu siempre amable visita!
Claro que estoy de acuerdo que no puede hacerse cambiar a todo un país la forma de llamar a una grafía, pero a mí esto me parece sencillamente insignificante en tanto en cuanto el nombre es bastante arbitrario: no siempre los nombres fueron los mismos, alguna vez se cambiaron y nosotros nunca lo supimos. Grafías, normas que las rigen, nombres de letras o reglas ortográficas, etcétera están en constante evolución; por ejemplo, en los siglos XVI-XVII se fijaron muchas que hoy siguen vigentes (y que suponían una pequeña revolución), en 1803 la Academia también tomó decisiones al respecto muy novedosas, y en fin… en numerosas ocasiones: ¡esa es su labor!
Me temo que todo esto ha quedado un poquico pedante… jajaja, pero es lo que pienso.
¡Saludos!