El extranjero de Albert Camus

Si Harold Bloom decía que un clásico no agota nunca su significado, de forma que cada lectura nos ofrece aspectos nuevos, esta es para mí una novela que posee esa condición de clásico. Con quince años mi lectura fue como si de un catecismo se tratara, esa sensación de extrañeza, de absurdo, de cómo la vida se puede enfrentar a un crimen sin sentido, de esa indiferencia de Meursault hacia el mundo, las creencias, dios…

Con treinta años traté de enfrentarme a la versión original para saborear ese lenguaje transparente, seco, directo, pero también repleto de una poesía latente, contenida, la misma que alentaba la obra primeriza de Camus, “Noces” (Bodas).

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Veinte años más tarde la novela conserva el aroma de las escenas bien tejidas, el arranque, ese velatorio de la madre al que Meursault asiste indiferente, y donde conoce al que fue su novio en el asilo, los personajes, el viejo Salamano y su perro enfermo, la amante María Cardona y sus deseos de ser querida, Raimundo el maltratador de mujeres, las atmósferas, las calles de Argel, las playas, el mar y ese sol intenso que ciega e incita a matar.

 Y esas frases que envuelven la acción, que reflejan el ritmo y la respiración interna de la novela. Como la inicial, “Hoy ha muerto mamá. O tal vez fue ayer. No lo sé. recibí un telegrama del asilo…”, o el final de la primera parte, “y era como cuatro breves golpes que daba en la puerta de la desgracia”.

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