Pincha en la noticia, y una vez leída deducirás que en vez de elecciones cada cuatro años, habrá que establecer análisis genéticos cada cuatros años. Ahora cabe entender la alegría de los jugadores de la selección alemana en en la Final del Mundial de Fútbol de 2014: era debida a los altos niveles de serotonina en su sistema nervioso; del mismo modo que las emociones negativas de decepción o tristeza de los perdedores argentinos eran debidas a los bajos niveles de ese neurotransmisor en su sistema nervioso central. Por tanto, nada tendrían que ver las variables ambientales, a veces tan azarosas y contingentes como el resultado de un partido de fútbol. Algo así como pensar que el Teorema de Pitágoras es explicable desde los componentes químicos de la tiza con la que se escribe. Incluso bastantes van más allá, pues está muy extendida la introducción de la biología molecular en el análisis de ciertos eventos deportivos; sin ir más lejos, en estos últimos juegos de Brasil, hablaban de la “explosión de adrenalina”, como si quien así hablase creyera situar su discurso en un plano científico. Quienes así hablan parecería que identifican la adrenalina con la gasolina, y a los jugadores con automóviles que necesitan gasolina; también suele darse esta especie de “biología molecular pop” al escuchar muy frecuentemente cuando a alguien le preguntan: “¿por qué realiza esta actividad deportiva”, y responden: “para experimentar el subidón de adrenalina”.
Parece como si algunos necesitaran recurrir a agentes causales internos o al universo de los espíritus para dar cuenta cabal del comportamiento. Al reanimar la vieja ilusión de que hay un agente (homúnculo, demonio o espíritu) en el cerebro o en la mente de los humanos, o al caer en la tentación de explicarlo todo con lo biológico o lo bioquímico se favorecen los argumentos que apelan a las supuestas fuerzas o procesos interiores en los individuos mientras desconocen y/o ignoran las contingencias y las variables ambientales que sí explican los comportamientos.
La pretensión de reducir el comportamiento humano a sus correlatos biológicos en el cerebro, medidos con tomografías axiales computerizadas (TAC) o con tomografías por emisión de positrones (PET) o imágenes por resonancia magnética (IRM) o cerebrografías de flujo sanguíneo cerebral regional (RCBT) o tomografías simples por emisión de fotones (SPECT), o hipotetizados como mezclas, excesos o déficit de serotonina, dopamina, naradrenalina… olvidando los objetivos de los sujetos, sus circunstancias biográficas y contextuales o su propia historia de aprendizaje, es un error tan grande como lo sería explicar la guillotina citando las leyes de la gravitación universal de Newton, sin perjuicio de que las leyes de Newton se prueben con una guillotina en funcionamiento; sin embargo, su función no es demostrar esas leyes. Del mismo modo, tampoco tiene sentido explicar el brillante discurso de un orador por la frenética actividad neuronal del área de Broca. El comportamiento humano tiene correlatos cerebrales que en ningún caso lo explican. El funcionamiento cerebral, la bioquímica cerebral o la genética son necesarios, pero insuficientes para dar cuenta del comportamiento humano.
Toda la concepción de la actividad del cerebro como causa única del comportamiento tiene, salvando las distancias, correlato con ideas que en otro tiempo se tenían sobre las imaginarias facultades del alma. Es una idea distorsionada de la causalidad; si alguien prueba que una ligera lesión en una parte determinada del cerebro hace olvidar a un gato la caza de ratones, creeremos que se ha entrado en el verdadero camino del descubrimiento del área cerebral que hace al gato cazar ratones, pero aún entonces no admitiríamos que esta herida haya dado en el punto donde los comportamientos de caza de ratones tenga su localización exclusiva, de igual manera que cuando un reloj da mal las horas porque una de sus ruedas está deteriorada, no se concluye por ello que la rueda dé las horas. El análisis del comportamiento debe ser genuinamente psicológico, el cual no ignora los componentes biológicos, pero no son tratados como elementos causales de los comportamientos. Existe una estructura que permite la articulación de los sonidos que darán lugar al lenguaje oral, pero el lenguaje no se explica a partir de los órganos fonadores, los cuales únicamente facilitan la emisión de sonidos; de la misma manera, escribir presupone un brazo y una mano con un desarrollo muscular, pero escribir no se explica por la adecuada estructura y musculación de la mano.
Cuando un pastor de ovejas en un puerto de montaña comienza a entrenar a su perro en la ardua tarea de responder a cada silbido y va moldeando la conducta del perro hasta que éste responde automáticamente a cada instigación del pastor, si preguntamos al bioquímico, nos explicará los cambios comportamentales del perro en base a cambios en la bioquímica cerebral y un neurocientífico de última generación podría visualizar las neuroimágenes del cerebro del perro corriendo tras la oveja descarriada, pero el perro no corre tras ellas porque distintas áreas cerebrales se activen (aunque evidentemente lo hagan), sino que lo hace porque a través de la manipulación de diversas contingencias, el pastor se lo enseñó. En función del análisis que queramos hacer, podemos convertir al pastor en bioquímico, neurocientífico, o incluso en neuropsicólogo cognitivo, y todo ello por el simple hecho de entrenar a su perro. Lo mismo podríamos decir del profesor que en un aula de educación infantil está enseñando a sus alumnos los primeros trazos o las primeras asociaciones fonema-grafema. No dejará de ser una ingenuidad pretenciosa creer que el éxito de las adquisiciones se deba a los cambios biológicos que se producen en su cerebro (que sin lugar a dudas ocurren). La tarea de enseñar bien a leer (o a escribir, o a calcular o a montar en bici) no es algo que dependa básicamente de los circuitos cerebrales o de la bioquímica cerebral o de la genética, son de los conocimientos que tenga el enseñante acerca de esa compleja habilidad. Deberá saber cuáles son sus requisitos, dominar todos sus pasos y etapas, saber en qué consisten los progresivos encadenamientos entre sus distintos elementos verbales, auditivos… y aplicarlo de manera individualizada.
Una vez que el sujeto aprende a leer, es obvio que algún cambio se ha producido en su sistema nervioso, cambio en el que puede estar interesado el neurólogo, biólogo o bioquímico, pero el sujeto lee, no por los cambios producidos en el S.N. sino que los cambios se han producido porque lee (y en el porqué lee es en el que está interesado el psicólogo). Pero el reduccionismo neurocientífico pretende explicar el comportamiento de los sujetos operatorios, exclusivamente, por mecanismos biológicos, reacciones químicas, etc… Tomando como punto de partid las operaciones de los sujetos se pretenderá efectuar un regressus hacia mecanismos no-operatorios (sinapsis neuronales, niveles de neurotransmisores, etc.) que se considerarán en términos aliorrelativos (de causa-efecto) respecto a nuestra operaciones. Esta reducción del sujeto nos conduciría a un mundo absurdo caracterizado por unos esquemas de causalidad que impiden la imputación de responsabilidad a las actuaciones de los sujetos. Ni que decir tiene que muchos sujetos tratarían de aprovecharse de las ventajas jurídicas que les confiere este tipo de ideología alegando que su actuación criminal se debe a un repentino y “misterioso” desequilibrio en sus niveles de neurotransmisores ante lo cual no les quedaba otra opción. Claro que siempre quedará la posibilidad de que el juez les imponga una fuerte condena justificada en que una mayor activación de su formación reticular durante el juicio le ha determinado a hacerlo. El gran atractivo de este determinismo biológico se debe precisamente a que es exculpatorio. Si los hombres dominan a las mujeres es porque deben hacerlo. Si los empresarios explotan a los obreros es porque la evolución ha desarrollado en nosotros los genes para la actividad empresarial. Si nos matamos en la guerra, es por la fuerza de nuestros genes para la territorialidad, la xenofobia, el tribalismo y la agresión.
Justificar los actos humanos en procesos cerebrales y así evitar juicios morales o procesales puede tener consecuencias demoledoras; ningún delincuente podrá ser considerado como tal, sino un enfermo (cerebral) con necesidad de tratamiento. Y, como decía aquél, “que no nos falten fuerzas para preferir la prisión al sanatorio.”